Capítulo Cuatro

21.06.2012 21:34

CAPÍTULO CUATRO

EL DIARIO I



Soy yo.

 

El desconocido.

 

El que todos buscan.

 

El que nadie sabe quién es.

 

Soy el Asesino del Acido.

 

Un nombre curioso, que me agrada, pero debo admitir que me gusta mucho más el mote de el Vampiro de Yorkshire. Pienso que me da un aire más misterioso, intrigante, y sanguinario. Como a mí realmente me gusta, aunque me conformo con el otro nombre también.
 

Debo admitir que al principio me asombró que encontraran tan rápido el parecido de mis actos con los realizados por  John Haigh, después de todo hay mucho de él en mí. Dejando de lado los sueños, por supuesto, esas pesadillas que lo atormentaban a él a mí no me visitan. Pero lo estudié tantas veces durante tantos años, que casi podría decirse que lo he conocido personalmente.
 

Escribir este diario tal vez sea una verdadera estupidez, después de todo, ¿quién lo leerá? Quizás en un futuro sea encontrado por alguien y así puedan conocer los misterios de mi mente, aquellos que ni yo mismo conozco del todo.

 

Creo que debería empezar por mi infancia. Al contrario de lo que pensarían la mayoría de las personas, mi infancia fue feliz. Sí tuve una madre absorbente, de personalidad fuerte y manipuladora, pero eso no tiene nada que ver con lo que soy. La verdad es que mi esencia no viene de la infancia, yo diría que proviene del útero. No me hice así, nací así. Mi fascinación por el morbo me acompañó desde que tengo uso de razón, y nada de lo que sucedió en mi entorno me condicionó para ser así, simplemente me dejaron ser.
 

Nací en un pueblo de Inglaterra, del cual no daré el nombre, ya que no pretendo ser descubierto por el momento. Si bien éste diario quedará guardado en un lugar de difícil acceso, no soy tan estúpido como para decir lugares o nombres propios aquí, después de todo nunca se sabe lo que puede suceder. Mi intención no es ser capturado, como piensan muchos investigadores cuando se refieren a los asesinos seriales. Por el contrario, mi intención es ser recordado como el asesino más astuto de la historia, aquel capaz de mantener su identidad en secreto para siempre, como sucedió con Jack el Destripador. Aunque en realidad, según mi opinión, el caso de Jack no fue por inteligencia, ya que él sí quería ser capturado; fue el destino el que jugó a su favor cuando falleció antes de continuar sus asesinatos. Es mi teoría, y creo que es la más acertada.
 

Pero mi caso es diferente, yo sé que soy capaz de conservar mi identidad en secreto, sin que las autoridades sepan hacia dónde apuntar. Me divierte, me fascina, me enorgullece. Mi mente es superior, y no es por vanidad que lo digo, sino porque está demostrado científicamente que mi coeficiente intelectual es mayor que el común, algo de lo que mi madre estuvo siempre muy orgullosa.
 

Volviendo a mi infancia, como decía, fue feliz. Tuve todo lo que quise. Mi familia tenía un buen pasar, por lo tanto nunca pasé necesidades, así que tampoco pueden atribuir mi esencia a la necesidad o la falta de cultura. Al contrario, fui educado en buenos colegios, me codeé con gente de mucho dinero, viajé por distintos lugares del mundo, y me acosté con mujeres que habían acompañado a la realeza.
 

Hubo hechos que me marcaron, como a todo el mundo.
 

Creo que el primero de ellos fue cuando tenía unos seis años. Recuerdo que vi aquella paloma herida en un ala que se retorcía sobre la hierba. La miré absorto durante varios minutos mientras la sangre manaba de su herida, entonces me acerqué, la tomé en mis manos y le retorcí el cogote. La paloma se movió aún cuando ya estaba muerta, y la sangre manchó mis manos, un líquido caliente que me llenó de emoción. Entonces escuché a los pichones que se apostaban en una rama sobre mi cabeza, chillando, tal vez porque sabían que ya nadie les traería comida. Trepé a aquel árbol y destruí el nido con sus pichones dentro, a piedradas, hasta que no quedó nada.
 

El hecho en sí, ahora que lo recuerdo, fue realmente una nimiedad, pero despertó algo en mí que me acompañaría el resto de mi vida. Después de la paloma decidí experimentar con otros animales, al principio pequeños, como aves, conejos, ardillas; pero que luego pasaron a ser hurones, gatos y hasta perros.
 

El cobertizo del fondo de mi casa, aquel que nadie usaba desde hacía años, se convirtió en mi lugar de trabajo. Durante tres años nadie entró a aquel lugar, hasta que mi hermano pequeño, tres años menor que yo, decidió investigar qué hacía yo en aquel lugar. Y así fue como mi madre lo descubrió.
 

Recuerdo la estupefacción de ella cuando entró a aquel lugar y encontró mis obras de arte colgadas de ganchos desde el techo. Me miró con seriedad, hizo una mueca y luego dio media vuelta.
 

-Esto nadie puede verlo- dijo con seriedad- No ayudaría a nuestra familia que la sociedad se enterara.
 

Y eso fue todo, el cobertizo se cerró con candado y yo perdí mi lugar.
 

A los pocos meses llegó el invierno, uno de los más crudos que recuerdo. La nieve se extendía por todos lados, blanca e inmaculada, y mi interior desaforado pedía a gritos una nueva aventura. Fue mi hermano pequeño, aquel traidor que había arruinado mi santuario, el que me dio la oportunidad de desatar todo lo que había dentro de mí.
 

Él y yo nunca nos habíamos llevado bien. La edad no tenía nada que ver, era el hecho de su inocencia absoluta la que me exasperaba. Su parecido al inútil de mi padre, su falta de carácter, su deseo de agradar a todo el mundo. Era el niño perfecto, aquel todo padre desearía tener, un querubín rubio de rostro sonrojado y ojos azules, sonrisa amplia y siempre dispuesto a todo. Aún recuerdo su vocecilla chillona “Papá esto, papá lo otro. ¿Adónde te sigo? ¿Qué quieres que haga? ¿Lo hice bien?” Si hubiera llegado a ser mayor, creo que el papel de político le hubiera venido de diez. Chupando medias y lamiendo culos hubiera llegado muy lejos. Pero no llegó a mayor.
 

Mi hermanito podía ser perfecto en muchas cosas, sobreprotegido de papá, despreciado por mamá, odiado por mí. Pero tenía un punto débil muy importante: se asustaba con facilidad. Ante cualquier sonido inesperado corría como un conejillo a esconderse detrás de las faldas de mamá, que lo miraba con una pequeña mueca de repugnancia ante tal gesto de marica.
 

Por eso mi plan se llevó a cabo a la perfección cuando aquella noche de tormenta se cortó la luz, dejando que la única iluminación que entraba por las ventanas era la de los relámpagos que rasgaban el cielo intermitentemente.
 

Recuerdo que lo encontré temblando en la cama, con las sábanas cubriéndole la cara hasta debajo de los ojos. Me miró con miedo y se sobresaltó ante el sonido de un trueno que hizo temblar los vidrios.
 

-Tengo miedo…- susurró con su vocecita de niño- ¿Crees que hoy podrías dormir conmigo?- me suplicó. Tenía sólo seis años, era demasiado pequeño como para darse cuenta de que lo despreciaba demasiado. Creo que él pensaba que mi actitud era la del niño malo contra sus padres, pero que en el fondo ama a su familia.
 

Graso error.

 

-Haremos algo mejor- sonreí y me senté junto a él en la cama- Te contaré un cuento para que puedas dormir.
 

Asintió emocionado ante el hecho de que su hermano mayor por fin decidiera compartir un momento con él y se acomodó para escuchar.
 

-Cuenta la leyenda que en las noches de tormenta un hada aparece. Ya sabes cómo son las hadas, esas personillas pequeñas, con luces de colores y destellos plateados en sus rostros, vagan de casa en casa quitando el miedo a las personas. Ese es su trabajo, absorber el miedo de la gente para llenarlos de seguridad. Son seres realmente maravillosos, ¿nunca has visto uno?
 

Mi hermanito negó con la cabeza y abrió grande los ojos.
 

-¿Crees que podría haber uno aquí?- preguntó.
 

-¡Claro que sí! Yo las he visto rondar los pasillos y esconderse en los armarios.- Señalé la puerta del armario que se encontraba debajo de la escalera, en la pared opuesta.
 

El pequeño miró fijamente la puerta y después se levantó lentamente de la cama. Con paso indeciso se acercó a ella y se detuvo enfrente.
 

-¿Hay un hada allí adentro?- preguntó a la nada.
 

Me levanté y me coloqué detrás de él.
 

-Creo que deberías abrir la puerta y mirar- le susurré.
 

Sentí que titubeaba, pero la idea de encontrar algo hermoso del otro lado, lo hizo estirar la mano y girar el picaporte. La negrura más espesa se divisó del otro lado. Aquel armario no se utilizaba desde hacía años, era un lugar de trastos viejos y abandonados cubierto de polvo y telarañas.
 

-No veo nada- dijo despacio.
 

-No yo tampo… ¡espera!- grité emocionado- ¡Allí, esa luz! ¿No la viste? ¡Era hermosa!
 

-¿Adónde?- el pequeño dio varios pasos hacia adelante, quedando su cuerpo al borde de la negrura. Miró hacia adentro de un lado al otro.
 

-No lo sé- dije muy cerca, detrás de él- Tal vez no era un hada, quizás era uno de esos polstergeist
 

-¿Qué es eso?- preguntó mi hermano sin dejar de buscar el hada.
 

-Ah, ya sabes. Son esos espectros de aspecto espeluznante que se alimentan de tu miedo. Se dice que son tan horribles que una vez que los ves te quedas ciego para siempre, si sobrevives, porque han salido del mismísimo infierno y traen consigo pequeños demonios que te rasguñan y lastiman sin piedad.
 

-Me… me estás asustando…- dijo el pequeño comenzando a temblar. Quiso dar unos pasos hacia atrás, pero mi cuerpo se lo impidió. Estaba paralizado e hipnotizado a la vez por la negrura del interior del armario. Un trueno resonó con tal fuerza que casi me hicieron pitido los oídos y el pequeño pegó un salto acompañado de un gritito.
 

Lo agarré entonces por los hombros con fuerza y empujé hacia el interior del armario. La oscuridad absoluta lo engulló en un segundo, sin embargo logré divisar sus ojillos que me buscaron asustados en el momento en que agarraba la puerta para cerrarla.
 

-¡No!- alcanzó a balbucear.
 

-No te hagas problema hermanito, allí adentro sólo hay varios polstergeist y algunos demonios. Ya sabes que la tormenta los atrae, y es inevitable que hoy se lleven a alguien con ellos. Es el precio a pagar para que la tormenta pare.
 

Cerré la puerta y di dos vueltas a la llave. Los truenos resonaban implacables con una fuerza inusitada. Y entre sonido y sonido, los gritos desesperados de mi hermanito dentro de la oscuridad. Al principio sus gritos fueron casi de incredulidad, pero luego comenzaron a convertirse en alaridos de absoluto terror, acompañados de golpes desesperados.
 

Me senté con la espalda apoyada en la puerta, sintiendo los golpes del otro lado. Mis padres estaban dormidos al otro lado del pasillo, y con los ruidos de la tormenta, era imposible que oyeran algo.
 

No sé cuánto tiempo pasó antes de que el pequeño dejara de golpear y gritar. Sólo sé que pasó un buen rato, ya que la tormenta había comenzado a amainar cuando me di cuenta de que hacía varios minutos que no escuchaba ningún sonido proveniente del armario. Esperé un poco más antes de abrir, quería asegurarme de que el pequeño no se abalanzaría sobre mí cuando se viera libre.
 

La puerta se abrió con un chirrido. La oscuridad seguía impasible del otro lado, y me costó unos segundos acostumbrar mi vista en busca de mi hermano. Lo encontré en un rincón alejado, un bulto inmóvil en la oscuridad.
 

-Eso es para que aprendas a no ser tan insoportable- dije en voz alta. El pequeño no contestó, ni siquiera se movió. Me apresuré a buscar la linterna que mi hermano siempre guardaba en la mesita de noche y la encendí.
 

Cuando el haz de luz iluminó al pequeño, me di cuenta de inmediato que él no volvería a moverse, ni a hablar de nuevo.
 

Su cuerpo se encontraba de cuclillas en aquel rincón, con los brazos alrededor de las piernas, como intentando protegerse de algo. Su rostro estaba imposiblemente pálido, con los ojos aún abiertos y la boca abierta en una mueca de horror, paralizada en medio de un grito.
 

Me acerqué y toqué su mejilla. Inmediatamente una sensación de euforia me invadió. Dentro de mí, la ebullición que se producía al ver morir a algún animal, ahora se había multiplicado por mil, haciendo que mi corazón bombeara sangre con inusitada rapidez, generando una adrenalina tal que, en ese momento, habría corrido hacia el pueblo ida y vuelta.
 

Cuando los ramalazos de placer dejaron de recorrer mi cuerpo, dejé que mi mente comenzara a funcionar. Entonces levanté el cuerpecito del pequeño y lo coloqué en la cama. Me costó un gran esfuerzo estirar su cuerpo para que pareciera que estaba dormido, acomodar su expresión y relajar sus extremidades. Pero cuando por fin lo logré el resultado fue sorprendente, tanto, que nadie se percató de que el pequeño ya no respiraba hasta la mañana siguiente cuando la empleada entró a despertarlo.
 

Dijeron que había muerto de un paro cardiaco, que su corazón simplemente había dejado de funcionar. Yo no temía que alguien pudiera señalarme como autor del hecho, después de todo ¿cómo pruebas que alguien ha muerto de miedo?
 

Creo que mi madre se sintió aliviada al quitarse al querubín de encima. Mi padre, por el contrario, quedó completamente destrozado. Al poco tiempo comenzó a mirarme con recelo y yo supe que él lo sabía. Tal vez ese descubrimiento, sumado al dolor de la muerte de su protegido, lo llevó al borde del abismo y se suicidó a los pocos meses.
 

Su muerte significó una liberación para mí. Ahora no tenía a nadie que husmeara en mis cosas y podría hacer lo que quisiera. Era completamente libre para dejar que mis instintos me guiaran.

 

Fue entonces cuando conocí a Malcom X., el que sería mi amigo, mi mentor, mi compañero.

 

El que lograría que mi verdadero yo comenzara a salir a la superficie.

 

© 2012 – Julieta P. Carrizo- Todos los derechos reservados.